Por: María Montero
La dificultad en el aprendizaje que se percibe diariamente en niños y jóvenes no es una novedad reciente, aunque las causas -según quién las des- criba- suelen focalizarse entre chicos apáticos, docentes desganados, instituciones sin infraestructura y poco compromiso oficial. La realidad muestra que la desigualdad social y las crisis familiares a las que se ven sometidos los niños desde muy pequeños no les permiten desarrollar toda su potencialidad.
La educación es libertad frente a la injusticia social. Y desde la fe, las escuelas católicas tienen mucho para aportar en el desafío de salir al encuentro de la realidad. Juan Pablo II decía que hacer lo que corresponde no era suficiente en este campo, y en los tiempos que corren esta expresión cobra fuerza de ley.
“La educación evangelizadora asume y completa la noción de educación liberadora porque debe contribuir a la conversión del hombre total, no sólo en su yo profundo, sino también en su yo periférico y social”, afirmaban los obispos latinoamericanos en Puebla. Es decir, el aporte de la escuela a crear una sociedad en la que todos tengan cabida está dado por la inclusión de chicos con sus diferencias y dotes, sus conocimientos e ignorancias. “De esta manera, el ser humano humaniza su mundo, produce cultura, transforma la sociedad y construye la historia”, concluían los obispos.
En 2011, el Profesorado Consudec, de la arquidiócesis de Buenos Aires, decidió crear el Programa de Prácticas Pedagógicas Inclusivas, ante la necesidad de formar docentes que puedan desenvolverse en diferentes contextos y ofrecer una respuesta solidaria frente a la exclusión socio educativa de chicos de escuelas porteñas.
Este programa es una verdadera innovación que permite a los estudiantes de los dos primeros años de todas las carreras, de manera opcional, acercarse a alumnos con necesidades de aprendizaje en ambientes desfavorables. Esto por un lado motiva la creatividad y renueva la pasión por la educación, además de ofrecer a los chicos que lo necesiten la garantía de un aprendizaje a su medida. Por lo tanto, pone en práctica la visión católica de que la educación humaniza y personaliza al ser humano cuando logra que desarrolle plenamente su pensamiento y libertad.
Los servicios que brindan son de apoyo escolar en diversas materias, orientación vocacional, tutorías personalizadas y talleres de acompaña- miento al pasaje de primaria a secundaria, de informática adaptado para niños integrados y de metodología y técnicas de estudio. Lo completan otros talleres expresivos y culturales como los de arte, música, títeres, pintado de murales, huerta orgánica, coro, lectura y escritura creativa.
“Gracias a esta actividad descubrí mi vocación por la docencia”, cuenta Germán, uno de los estudiantes, a la vez que su compañero Damián afirma: “Aprendí que el vínculo con el alumno es lo más importante. Si es fluido y positivo, su desarrollo también lo será. Dar clase no es sólo mandar a leer libros piolas o dar contenidos, sino hacer todo lo posible para que el alumno se lleve algo valioso de ese encuentro”.
Desde el otro lado del escritorio, también los alumnos brindan su testimonio: “Al principio pensábamos que ir a clases de apoyo iba a ser aburrido. Pero con el tiempo las relación con los profesores fue cambiando al explicarnos con paciencia lo que no entendíamos”, se entusiasman.
La visión de estas prácticas inclusivas responde al llamado de los obispos latinoamericanos que promueven una “educación liberadora”, medio clave para sacar a los pueblos de la servidumbre y hacerlos ascender “de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas”.