Por: Sergio Rubin
Seis años después de su muerte, Juan Pablo II sigue deslumbrando a millones de personas en el mundo entero. Su reciente beatificación fue una ratificación de la masiva adhesión que tuvo su liderazgo espiritual, del entusiasmo que suscitaba su carisma arrollador y de la admiración que despertaban sus gestos audaces, junto
con el aprecio por su cercanía a todos. “Hasta los insensibles romanos, que habitualmente huyen de las manifestaciones, quisieron estar presentes y lo hicieron de un modo sentido”, cuenta el sacerdote argentino Pedro Brunori, que vivió en Roma y viajó para la ocasión. Además, de que no sólo asistieron católicos, sino de otros credos. Pero también el Papa polaco dejó muchos mensajes tanto hacia afuera como hacia adentro de la Iglesia. El arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Bergoglio, acaba de destacar uno de ellos, acaso el más evidente: el que brota de no haberse quedado “encerrado” en la Iglesia, ensimismado en los problemas internos, sino de salir al mundo para llevar el Evangelio. Una actitud que, a su juicio, debe ser imitada por todos los católicos en su esfera de acción.
En el acto público que realizó la sede porteña de la UCA con motivo de la beatificación, Bergoglio desarrolló con elocuencia ese costado de Karol Wojtyla: “El beato Juan Pablo II conocía de esto (el encaracolarse, sea en un grupo, en una institución, incluso en un país) porque lo había vivido en su patria bajo dos regímenes totalitarios. Anunciando que era la cerrazón a la misericordia de Dios. Anunciando que era el drama de la conciencia aislada, sin Dios, sin salvación. Y por eso optó por imitar lo que hizo Jesús: salir del seno del Padre, enviado hacia fuera. Optó por imitar lo que hicieron los apóstoles: salir a predicar. Y no se quedó encerrado en la ‘estructura’ de la Iglesia”.
Así, Bergoglio dijo que Juan Pablo II “percibió el aire fresco de la realidad, de los pueblos que claman por la justicia, por la bondad, por la santidad, por la salvación. Y ese diálogo con los distintos pueblos le mantuvo el corazón fresco. Y lo salvó de una Iglesia puertas para adentro, del drama que hombres y mujeres de la Iglesia suelen vivir tantas veces: el de la autorreferencialidad. Una Iglesia autorreferencial no es misionera. Y contiene todos los piojos y alimañas propios de esa autorreferencialidad. Todos los miasmas y aires viciados de las cosas encerradas”. El cardenal subrayó en ese sentido que el recordado pontífice “tenía muy claro que la Iglesia tiene que salir, que él tenía que anunciar el nombre de Cristo afuera. Y que podía pasarle lo que le pasa a cualquier hijo de vecino que sale a la calle: accidentarse. Y se accidentó, o ‘lo accidentaron’. Pero también tenía muy en claro que era preferible una Iglesia accidentada a una Iglesia enferma”.
Para Bergoglio, Juan Pablo II constituyó “un modelo de pasión por las periferias del mundo, un modelo de celo, de coraje apostólico. Creo -señaló- que nos puede venir muy bien a nosotros como institución, mirando su vida, hacernos la pregunta: ¿Hago que esta institución sea cada vez más misionera en el mensaje que da y la verdad que transmite, y la bondad que contagia, y la belleza quepresenta y que atrae, o prefiero enroscarme, engendrando internas que enferman, que dañan y que empiolan la vida?”.
Y concluyó: “Creo que este examen de conciencia nos puede hacer bien, generando la actitud que nos enseñó la vida de este hombre que llegó a la santidad. Nos puede hacer bien -agregó- para decirnos a nosotros mismos: Es mejor que nos accidentemos por salir a llevar el nombre de Jesús, que quedarnos enfermos por encerrarnos en las mezquindades y pequeñeces del conventillo. Ojalá él nos conceda esa gracia”.
Claro que sus más de 100 viajes, visitando 160 países, le trajo cuestionamientos. El padre Brunori recuerda que en su primer vuelo intercontinental, un periodista le preguntó a Juan Pablo II: “¿Sabe cuánto cuesta este viaje?”. Y él le respondió: “¿Sabe cuánto vale un alma?”.