Por: Daniel Goldman
Hace pocas horas concluimos con la celebración de la fiesta de Januká que dura ocho días. La característica
esencial es el encendido de luminarias en un candelabro de ocho brazos, una por cada jornada. Esta fiesta surge en el siglo II a. e. c, cuando el imperio griego gobernaba la tierra de Israel a través de los sucesores de Alejandro Magno. El emperador de turno decidió unificar a los súbditos de las distintas provincias mediante la prohibición de religiones locales obligando a los habitantes a adorar a los dioses griegos. Mientras la mayoría de los pueblos se sometieron al edicto, un puñado de judíos libraron una eficaz guerra hasta que los conquistadores cedieron, otorgándoles la libertad religiosa. Como símbolo de victoria se reinauguró el Sagrado Templo de Jerusalén, el recinto más significativo de la historia judía, del cual hoy se mantiene únicamente el famoso Muro de los Lamentos. Fue en el Templo de antaño que se volvió a encender la llama permanente, reestrenándose así ese lugar. Vale la pena recordar un debate entre dos escuelas del pensamiento tradicional, quienes se diferenciaban en el modo de encender las luminarias de la fiesta. La llamada Escuela de Shamai, consideraba que debían encenderse durante el primer día las 8 velas del candelabro, el segundo 7, el tercero 6, y así sucesivamente hasta llegar al octavo día en donde se encendería 1 sola. En cambio la Escuela de Hilel, entendía que debía encenderse durante el primer día 1 vela, durante el segundo 2 y continuar ascendentemente hasta llegar a las 8 velas el último día. El argumento de ésta última corriente resulta profundamente enaltecedor. Decían que en la medida en que el tiempo pasa, se debe elevar la luminosidad y la santidad. Dicen los maestros de la tradición que el ejemplo debe ser aplicado cada día a la vida cotidiana para dar contenido hondo a la existencia.