Por: P. Guillermo Marcó
En el Antiguo Testamento existe una prohibición de adorar imágenes: “No te harás imagen de lo que hay arriba en el cielo o abajo en la tierra”, se lee en el Exodo. De hecho, antiguamente, el pecado de idolatría era duramente perseguido, ya que significaba cosificar a Dios que no tenía rostro humano. El misterio de la encarnación vino a cambiar radicalmente esto. El Dios invisible e inaccesible de la Biblia adquiría rasgos humanos en la Encarnación. Como dice San Juan sin rodeos: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.
La primera imagen grabada de aquel rostro bendito apareció en el lienzo de la Verónica, aquella mujer piadosa que se acercó a enjugar el rostro de Jesús y donde misteriosamente quedó impresa su cara. La segunda, en el lienzo desudario. Los primeros íconos que veneró la Iglesia hacen alusión a estos rasgos del rostro de Jesús. Con el paso de los siglos se fueron pintando distintos íconos para recordarnos los misterios de la vida del Señor y de su Madre. San Pablo nos señala: “El es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; todo fue creado por El y para Él”. Llegada la Edad Media, las catedrales góticas de Europa recogieron esas imágenes en sus luminosos vitrales. Y en sus paredes de piedra empezaron a plasmarse escenas bíblicas que le recordaban al pueblo -que no sabía leer ni escribir- los misterios de la Salvación, y que eran llamadas “el evangelio de los pobres”. Con el paso de los siglos las imágenes fueron modeladas en esculturas. Nuestras imágenes coloniales de Cristos de Pasión y de las Vírgenes con sus vestidos en tela tuvieron su origen en España, más precisamente en Sevilla, donde este arte tuvo su apogeo en los siglos XVII y XVIII. Acabo de pasar la Semana Santa en esta cuna de tantas devociones de América Latina. Para apreciar en toda su dimensión la intensidad con la que se evoca aquí la pasión y muerte de Jesús hay que venir, mezclarse con su gente y percibir el respeto, la seriedad e incluso la alegría con la que ellos expresan su fe. En la TV, en la radio no se habla de otra cosa que de las multitudinarias procesiones por las calles y puentes sobre el Guadalquivir, mientras la gente vive en un evidente clima de oración.
Estas imágenes, con varios siglos a cuestas, tienen sus devotos agrupados en cofradías: Algunas representan escenas bíblicas convarios personajes. Son montadas sobre una base de 8 metros por dos y medio (el “paso”) y adornadas con objetos de plata, f lores y candelabros con decenas de velas encendidas. Un faldón de terciopelo esconde debajo a los “costaleros”, que transportan la estructura y cargan cada uno con un peso de entre 40 y 60 kilos. Cada “paso” está acompañado por cientos de “penitentes”, personas vestidas con hábitos típicos de cada cofradía, generalmente largas túnicas de colores variados y con la cabeza encapuchada para que la devoción resulte anónima. Cuando las imágenes salen de los templos, una multitud de todas las edades aguarda en las calles, desde ancianos, pasando por familias con niños y hasta muchos jóvenes, que también participan de las cofradías. Entonces, el silencio invade el lugar y sólo lo rompe la música en clave de letanía de la banda que tiene cada cofradía y que acompaña el desplazamiento del “paso”. Una de las cofradías que más me impresionó fue la del Cristo del gran poder. La vi pasar a las 4.30 de la madrugada (aquí las procesiones durante toda la noche y nadie se va). La imagen era precedida por 2000 cofrades ordenados en impecables filas, sosteniendo grandes cirios en medio de la noche. El olor de los azahares de los naranjos se mezclaba con el del incienso. La imagen de Jesús era deslizada como si caminase por sobre la cabeza de la gente. A esas horas de la madrugada éramos una multitud silenciosa la que esperaba acompañar al Señor en la noche del Jueves Santo. Aquí la tradición sigue viva. La devoción a las imágenes acerca el misterio de la fe hasta la calle, que se convierte en un templo a cielo abierto. Una turista me preguntó por qué la gente adora imágenes de madera. “¿Tiene una foto de su madre?”, le contesté. Porque de eso se trata: Jesús y la Virgen están en el Cielo; las imágenes son sólo un medio para expresar el cariño que les tenemos. Y para recordarnos cuánto más nos quiere Dios, que se animó a encarnarse y así someterse a la precariedad del tiempo, al dolor y a la cruz, todas contingencias que pudo haber evitado, desinteresándose de nuestra suerte y quedándose, sin rostro, en el Cielo.