Por: Norma Kraselnik
El texto bíblico ha sido y es una fuente de inspiración permanente. Sus narraciones, protagonistas, costumbres, prosa, poesía y concepciones teológicas han dado lugar a vastos y abundantes comentarios. Esa exégesis, ampliamente dominada por pensadores e investigadores varones de todos los siglos, siempre reflejó la idiosincrasia y las preocupaciones de quienes se acercaron a las Sagradas Escrituras queriendo interpretarlas. No es de extrañar entonces, la numerosa producción de estudios sobre temas bíblicos vinculados a perspectivas feministas y de género que han surgido en estas últimas décadas, junto con la presencia de investigadoras y escritoras que aportan a su estudio.
Lejos de pretender analizar la época antigua con parámetros de igualdad de género, se trata de recuperar prácticas valiosas de mujeres, traer sus voces acalladas por siglos, y regocijarse con alguna que otra postura atrevida plasmada en el texto. Son estas nuevas miradas las que interpelan cada eslabón de una cultura ancestral dominada por una visión patriarcal.
Las mujeres de la biblia son madres, esposas, hermanas, concubinas, guerreras, juezas, campesinas, pastoras, parteras, profetisas, reinas, entre otros… Pero hablan poco. En general, acompañan las hazañas de varones o actúan bajo las órdenes de ellos. La primera imagen femenina que surge es la de Eva. Allí aparece la figura de una mujer tentadora y persuasiva, que induce sutilmente a un varón “ingenuo e inofensivo” a comer un fruto prohibido.
Las cuatro Matriarcas, Sara, Rebeca, Leah y Raquel vienen a cumplimentar el precepto de procrear y hacer crecer al pueblo de Israel, tal como Dios había prometido a Abraham. Son mujeres de carácter, con decisión. Sus maridos las escuchan. Uno a uno son nombrados los doce niños varones que van pariendo Leah y Raquel . Pero al final, el texto parece sumar otro: Dina, una mujer. Algo ocurre con el ritmo y la cadencia de la narración. Parece demás. Irónicamente, todo indica que había que agregar su nacimiento porque el resto de la narración cuenta su dramática historia.
Cada situación de infertilidad en la parejas bíblicas son atribuidas a la mujer, y luego de alguna promesa realizada a Dios implorando un embarazo, viene el milagro del nacimiento de un varón. Nunca una niña
Si bien Débora la jueza y Ester la princesa han sido mujeres destacadas en el ámbito militar y político, hay que tener en cuenta que operaron junto a varones. Y así podríamos nombrar otras que dejaron huella en la saga hebrea. Sin quitar mérito a ninguna, me gustaría traer a esta columna la historia de una gesta de mujeres que aún a los ojos de lectores y lectoras del siglo XXI conmueve por su vigencia y actualidad.
El libro de Números, hace referencia a los censos que se realizaban en la travesía hacia la Tierra Prometida con el fin de computar cuántos soldados lucharían en la batalla y cuántos jefes de familia recibirían las parcelas conquistadas. Pero el relato se interrumpe para dar lugar en el capítulo 27 a la petición de cinco hermanas, muchachas, hijas de Zelofejad de la tribu de Menashé. Ellas se acercaron a Moisés y reclamaron un territorio para ellas ya que su padre muerto no había dejado descendencia masculina.
Moisés en consulta con Dios recibe la orden de otorgarles la parcela correspondiente a su padre. Esa ley quedó instituida en el pueblo de Israel. El valor de estas mujeres modificó su destino y les permitió igualar la condición hereditaria que hasta ese momento solo era concebida para los varones.
Quizás sea esta la primera reivindicación feminista registrada en la historia, una petición colectiva de derechos conquistados. En homenaje a estas cinco jóvenes que casi pasan desapercibidas, vaya el abrazo a cada mujer en su día.