Por: Daniel Goldman
La crueldad planificada y organizada con el objeto de acabar con todos los judíos de Europa que dio por llamarse nazismo llevó a que durante la II Guerra Mundial el pueblo judío estuviese sometido a la más difícil prueba de su existencia. Campos de concentración y exterminio, ghettos y asesinatos masivos fueron moneda corriente de un período cuyo imperativo nos convoca a no olvidar. Ahora, detrás de todo ese reino del horror, siempre aprendemos que la condición humana convoca a que ciertas personas (lamentablemente muy pocas) realicen actos que los destaquen del resto. La moderna tradición judía sostiene que ellos son los verdaderos “Justos de la Humanidad”. Varones y mujeres que frente a aquellas circunstancias trágicas, pudiendo permanecer indiferentes, arriesgaron sus vidas para salvar la de otros. Resulta muy impactante que cuando uno va ingresando al Museo del Holocausto en Jerusalén, se encuentre en su entrada con una calle en la que a sus costados están plantados altos y frondosos árboles en sus memorias. Algunos de ellos recuerdan a diplomáticos como el portugués Sousa Mendes o el español Sanz Briz. Pero el más conocido de ese grupo fue Raoul Wallenberg, quien salvó a miles de judíos desde la embajada sueca en Budapest. A partir de su cargo como primer secretario, usó su status diplomático entregando pasaportes que identificaba a los judíos húngaros como suecos en espera de repatriación. Aunque estos documentos no eran legalmente válidos, se asemejaban
a los oficiales y por lo general eran aceptados por las autoridades alemanas y húngaras. Asimismo, con fondos de la embajada, Wallenberg alquiló casas para los refugiados judíos, en las que colocaba letreros falsos en sus entradas que decían “Biblioteca de Suecia” o “Instituto Sueco de Investigaciones”. En Wallenberg se sintetiza el heroísmo, la valentía y nuestra honra.