Por: P. Guillermo Marcó
Las formas de vivir la fe son diversas. En el siglo XIII Santo Tomás de Aquino se preguntaba: Entre un teólogo que conoce mucho y una señora que va y toca una imagen ¿quién tiene más fe? Y se respondía: “Sin duda la señora porque ella, en su simplicidad, toca a Dios.”
La Iglesia ha valorado siempre la religiosidad popular. Los misioneros encontraron en ella la materia prima para evangelizar y la promovieron. Así, construyeron iglesias para venerar a Cristo, a María y a los santos, templos que, con el paso de los siglos, se convirtieron en santuarios.
La veneración de la imagen de la Virgen María o de un santo no es idolatría porque no se adora su materia, sino lo sagrado que representa. Lo comprobé días pasados con ocasión de la festividad de San Expedito, cuando fui a confesar a la iglesia porteña de Balvanera, don de está su imagen, y la gente acude masivamente a pedirle a Dios por la intercesión del santo, patrono de las causas urgentes. Antes de llegar al confesionario observé las cuadras y cuadras de cola de gente que quería rezar, tocar la imagen del santo y así obtener la gracia.
Uno puede tocar una imagen, pero en realidad es Dios el que nos toca el alma. Es, entonces, cuando la gente vuelve a hacer cola, pero ya no para tocar la imagen del santo, sino para confesar sus pecados y recibir el perdón divino.
La experiencia del encuentro con Dios en los santuarios hace crecer la fe. La gente tiene una vivencia similar a la de la samaritana que se encontró con Jesús en el pozo. Jesús le pidió de beber y cuando fue entrando en confianza la exhortó a que sea ella la que pida. Ya no agua común, sino el agua viva que va a saciar su sed espiritual.
Nosotros nos acercamos a Dios para pedir, y está bien que así sea, pero en ese intercambio es Dios el que se ofrece a sí mismo, ya no para simplemente atender nuestro pedido, sino para darse El.
Quien mira desde fuera podrá juzgar que esas expresiones de religiosidad popular son superstición, que surgen de la necesidad y la angustia existencial de las personas que las lleva a recurrir a cosas mágicas. Lo que ignoran los que son espectadores de este fenómeno es el intercambio que se produce entre Dios y los creyentes. No siempre las necesidades son satis- fechas, pero las personas experimentan el haber sido atendidas y escuchadas por Dios.
¿Por qué no puedo hacerlo simplemente en casa? Claro que se puede. Jesús exhorta a que cerremos la puerta de nuestro cuarto y recemos en secreto, pero sabe que la oración más fuerte es cuando dos o más se reúnan en su nombre y le rezan al Padre Nuestro. Porque es un acto de fe comunitaria.
Quienes pasen por un santuario sentirán una misteriosa corriente de fe; es la fe del pueblo peregrino en la historia, de gente que lleva su carga y la comparte. Un santuario es un lugar sagrado, meca de peregrinaje, casa de todos. El silencio de sus paredes cobija el secreto susurro de miles de oraciones, balbuceadas o dichas en voz alta, pronunciadas entre el calor de las manos unidas y el frío de los ojos nublados por las lágrimas.
Como nuestras casas familiares, los santuarios albergan nuestros sueños, deseos, realidades y anhelos más profundos. En la peregrinación a la basílica de Luján o en la visita a otros santuarios sentí que mi fe se alimentaba de la fe de los otros y así se hacía más fuerte. Y comprobé que la oración sigue siendo la fuerza del hombre y la debilidad de Dios.