Por: Daniel Goldman
¿Puedo ser judío sin creer en Dios? Es una pregunta usual en el ámbito comunitario. Ante una respuesta afirmativa, vale la pena alegar que la misma no hubiese sido siquiera formulada como dilema por lo menos hasta entrado el siglo XVIII, época en la que comienza a desarrollarse el pensamiento secular. Pero si tuviera que refinar la pregunta, la enunciaría de la siguiente manera: ¿fue la creencia en Dios un eje central en la tradición judía durante todos los períodos de la historia?
En un lúcido ensayo denominado “¿Debe un judío creer en algo?”, Menajem Kellner, profesor emérito de la Universidad de Haifa, señala que el vocablo bíblico emuná, que de manera usual se la traduce como “creencia”, debería ser definida como “confianza en”. Según Kellner, la interpretación bíblica del término “creencia” no es exactamente sinónimo de “confianza”. En ese sentido, su tesis es que el creyente en un Ser Trascendente no debe excluir al no creyente en la convivencia conjunta de la comunidad, ya que la característica básica para integrar el colectivo es la “confianza” y no la “creencia”.
La creencia es una categoría de expresión íntima. Siguiendo con este criterio, la condición de pertenencia, acorde al judaísmo talmúdico, que es la etapa posterior al judaísmo bíblico, es la exigencia del cumplimiento de acciones concretas traducidas en mandamientos, y no la afirmación de creencias específicas.
Sin embargo, durante la Edad Media hubo un cambio en este enfoque. Por ejemplo, el filósofo Maimonides como una suerte de dogma estableció trece principios de fe. Uno de ellos es la indubitable creencia en Dios.
Muchos intelectuales modernos, que adscriben a corrientes liberales del judaísmo, enfatizan la idea que el dogma religioso de hecho, es ajeno a la literatura judía clásica. Siguiendo este rumbo, el rabino Abraham Joshua Heschel, de algún modo, se hace eco de este espíritu de pensamiento cuando dice que “el asombro, más que la fe, es la actitud cardinal del judío religioso”. En el lenguaje bíblico, al hombre religioso no se lo denomina “creyente”, sino iare hashem, “alguien que se asombra ante el Misterio”. Partiendo de esta noción, Heschel afirma que en el corazón judío hay una actitud cuyo componente medular es, justamente, “el asombro” promovido por una práctica ritual meditativa, acompañada por el estudio de las fuentes y su interpretación.
En definitiva, la pregunta de si se puede ser judío sin creer en Dios no nos fue ajena en muchos momentos de la experiencia, la cultura, la tradición y la estructura existencial judía. Sigue siendo esencial y sus réplicas, múltiples. Y acorde a su riqueza, deberemos seguir reflexionando en aras de una vida armónica y un pensamiento dinámico.