Por: P. Guillermo Marcó
Al estudiar los primeros rastros de civilización humana, los arqueólogos se han topado siempre con sepulcros. Puede parecer una obviedad, pero cuando un animal muere, es abandonado por su especie y queda a la intemperie, otros animales de rapiña se ocupan de sus restos para devorarlos. Todo enterramiento -aún en las culturas más primitivas- está asociado a la vida del más allá y a la idea de la pervivencia del alma. Las ofrendas de comida y bebida suelen encontrarse también en las tumbas.
En las culturas más elaboradas imaginaban las necesidades del soberano, haciendo una multitud de sacrificios humanos, para que le atendieran en el más allá. Esto ocurría en lugares tan distantes como África y América y en culturas tan diferentes como la azteca o la egipcia, con miles de años entre una y otra.
¿Por qué el hombre no se resignó simplemente ante la realidad de la muerte a pensar que era algo obvio, que la vida era solo un espacio de tiempo entre nacer y morir? En todas las culturas primitivas, mientras que han quedado escasos testimonios de ciudades, han pervivido tumbas y templos. Mientras las ciudades fueron precarias, los templos y las tumbas fueron construidos con piedra y mármol para librar la batalla contra el inexorable paso del tiempo. El libro de los muertos de la cultura egipcia describe las pruebas por las que debe pasar el alma del faraón para entrar en la eternidad y ser divinizado y se expresa con la figura de una balanza donde el Dios Horus pesa su alma para ver si se inclina del lado del bien o del mal, anticipando así la idea de que el hombre es sometido a juicio por los dioses para saber si es digno de la eternidad. Sin embargo esa eternidad está ligada a la preservación de su cuerpo momificado.
Para la cultura hebrea la vida después de la muerte era una vida a medias; el estar privado de la luz hacía que los muertos habitaran en el “sheol”, que era más bien una tierra de sombras. La vida antes de la muerte era algo precario, breve y la felicidad estaba asociada a cumplir con la Ley del Señor: el hombre feliz es el hombre virtuoso a quien Dios bendice con abundancia de bienes, mientras que la pobreza es vista como una desgracia. Pero el libro de Job revela la crisis de esta visión teológica. Muchas veces le va mal al que es bueno y bien, al malvado. Solo tardíamente en el libro de los Macabeos, frente a la contradicción de aquellos que son justos pero mueren defendiendo la coherencia de la fe, se anuncia que recibirán la “Herencia eterna”.
El evangelio, y sobre todo los escritos de San Pablo, reflejan esta contra- dicción profunda: los saduceos niegan la resurrección de los muertos, en tanto que los fariseos la afirman. Es interesante entender en todo este contexto el entierro de Jesús -consecuencia de la muerte violenta que padece-, cuyo cuerpo se deposita en un sepulcro nuevo, cavado en la roca, que fue prestado por José de Arimatea. Lo dejaron allí en forma precaria sin haber completado los ritos propios de lavar el cuerpo, untarlo con perfume y envolverlo. Cuando las mujeres llegan a completar los ritos el primer día de la semana, no está el que buscan: ¡Ha resucitado! Salió de la tumba con su propio cuerpo, pero con una vida distinta, atemporal, eterna. ¡Esa es la verdadera novedad de esta historia!
La resurrección es un hecho definitivo que vino a saciar el anhelo de eternidad de todo hombre.