Por: Sergio Rubin
La elección del sucesor de Benedicto XVI fue una gran ocasión para la Iglesia. Los cardenales de todo el mundo debatieron en la última semana la situación de la Iglesia y el perfil que debería tener el nuevo pontífice. En ese sentido, lo que pareció primar fue el criterio de elegir a un purpurado que transmita una gran espiritualidad y cercanía a la gente, no exenta de carisma. La idea fue que ello obre como una especie de aire fresco en una Iglesia que viene muy golpeada por diversas cuestiones - casos de pedofilia, filtración de documentos, pujas internas- y fortalezca la centralidad de lo religioso, despertando un renovado entusiasmo.
No se descarta que el nuevo papado produzca algunos cambios en temas puntuales como la negativa de la comunión a los divorciados en nueva unión en ciertos casos o una mayor participación de la mujer. Pero el énfasis se quiere poner en la potenciación de la nueva evangelización en un mundo de creciente indiferencia religiosa, en una Iglesia más misionera que, como suele decir el cardenal Jorge Bergoglio, salga más al encuentro de la gente y le muestre mayor cercanía y comprensión. Claro que si de cambios se trata aquí se habló de más colegialidad, o sea, de mayor participación de los cardenales y obispos en las tomas de decisiones. Esto supone una cierta descentralización, con un papel más preponderante de las conferencias episcopales. Lo que también conllevaría una reforma de la curia romana para hacerla más transparente y eficaz. En definitiva, no es osado pensar que habrá una cierta reformulación del papado que alivie la enorme carga que hoy pesa sobre el pontífice de una Iglesia con más de 1.200 millones de fieles.
A diferencia del cónclave anterior en que el cardenal Joseph Ratzinger emergía como el gran candidato, esta vez no hubo uno excluyente. Se habló de algunos, pero mucho se especuló con una sorpresa, con algún “tapado”. Acaso como ocurrió en el cónclave que eligió a Karol Wojtyla. Las especulaciones fueron tantas que se convirtieron en el mejor reflejo del desconcierto de los observadores. Algo es seguro: los cardenales quieren elegir por sobre todas las cosas a un pastor, sabiendo –como dijo el arzobispo de Barcelona, Luis Martínez Sistach– que un Papa no puede solo, que necesita la ayuda de todos los católicos. Después de la tormenta viene la calma, las nubes se disipan y el sol vuelve a salir. Aquí en Roma existe entre varios conspicuos católicos la sensación de que una nueva aurora está por despuntar.