Por: P. Guillermo Marcó
Se habla con frecuencia de la necesidad que tenemos de “salvarnos”. “¡De la que te salvaste!”, escuchamos. “Salvarse” expresa zafar de un peligro. Para los cristianos, adquiere un sentido profundo y la intervención de Dios es clave. Si partimos del hecho de que la religión es el camino que recorre el hombre en busca de Dios, la revelación, en cambio, es cuando Dios sale a la búsqueda del hombre para salvarlo. En el libro del Éxodo se narra la historia de Moisés que, mientras apacentaba el rebaño de su suegro Jetró, “vio que una zarza estaba ardiendo sin consumirse (...). Cuando se acercaba para ver mejor, Dios lo llamó desde la zarza, diciendo: “Moisés, no te acerques aquí, quítate la sandalias porque estas pisando tierra sagrada”. Dios es un misterio fascinante y, a la vez tremendo: atrae al hombre, pero le marca distancia.
Continúa el texto con la presentación de Dios: “Yo soy el Dios de tu Padre Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”. Se le presenta en el hoy, pero le recuerda que también fue el Dios de sus ancestros y que obró maravillas para salvar a su Pueblo. Por eso, también le habla del futuro, le da una misión: “he visto la aflicción de Mi Pueblo, cómo lo maltratan los egipcios, y quiero llevarlos a una Tierra que mana leche y miel”. Le encomien- da una misión casi imposible a un Moisés que se fue lejos de su tierra por miedo a que lo maten y que es tartamudo: liberar a su Pueblo y hablar con el faraón.
Dios nos salva de manera inverosímil de muchas situaciones. Otras tantas nos manda a salvar a otros casi sin recursos. Pero a nosotros nos suele gustar autosalvarnos, dejando a Dios de lado. Nos va a “salvar” el nuevo Presidente, los libros de autoayuda, el gurú que nos enseña a respirar en Palermo, tal terapia ... Es cierto que esas cosas ayudan. Pero sólo el encuentro con ese Dios personal y trascendente nos transforma y nos proporciona la salvación. Tan preocupados por lo de afuera, pendientes de que nos pongan “me gusta” en nuestros posteos en Facebook, de cómo nos ven los demás, queremos que nos salve del anonimato la opinión de los otros, el ser considera- dos y tenidos en cuenta.
La salvación se opera en otro plano: es como si Dios mira el “no me gusta” de nuestra vida; la angustia, la soledad, todo eso que no queremos mostrar ni queremos que vean. Es desde esa perspectiva don- de Dios nos ama, nos redime y nos salva. Y a la vez nos invita a atrever- nos a mirar nuestra sombra, esa que nos persigue a todas partes, que arrastramos en nuestro devenir por el mundo, para asumirla plenamente, para entrar en diálogo con lo que no nos gusta de nosotros y mostrárselo a Dios, que es quien crea, salva y santifica.
Es que sólo nos ama de verdad quien ama nuestros defectos, aunque nos quiera mejores. Dios sabe -porque el nos hizo- de qué seríamos capaces si nos dejáramos transformar por El. Por eso, también ama nuestro potencial. No podemos “salvarnos” sólo por nuestros medios o haciendo esfuerzos por mejorar. Es su fuerza, su gracia, la que nos eleva a donde no podemos llegar.
San Agustín decía: “Haz lo que puedas, reza por lo que no puedas, Dios hará que puedas”. En tiempos de desesperanza, en que la vida se vuelve oscura, dejemos que la luz de Cristo ilumine nuestro camino y alumbre las tinieblas de nuestro corazón. La oración es la senda para que El inunde nuestra alma y gocemos de su paz en medio del desasosiego.