Por: Daniel Goldman
Esta semana, el calendario hebreo indica conmemorar Sucot o Fiesta de los Tabernáculos. La costumbre principal de esta celebración bíblica es la de habitar, durante un período de siete días, frágiles cabañas cubiertas con un techo de ramas, recordando las viviendas transitorias del éxodo de la esclavitud en Egipto hasta llegar a la libertad en la Tierra Prometida.
Otra de las tradiciones características de estos días es leer el libro de Kohelet, o Eclesiastés. Aunque muchos lo consideran un texto deprimente, otros, por el contrario, lo interpretan como optimista, y su repaso le brinda a la celebración un sabor especial.
Para penetrar en el mensaje que se esconde bajo la superficie del lenguaje complejo del Eclesiastés, es necesario analizar tres palabras clave que se repiten a lo largo de todo el texto. La primera es “hombre”, Adam en hebreo.
En la Torá se nos dice que Adán recibe su nombre porque fue hecho de adamáh, de “tierra”. La tierra es un material que en sí mismo no tiene valor pero que, sin embargo, lleva dentro de sí un vasto potencial. Adán se llama así porque tiene el potencial de la adamáh. Él no es nada como es, sino todo lo que puede llegar a ser.
El segundo vocablo es “vanidad”, que en hebreo se pronuncia hevel y que literalmente significa “aliento”. Es la forma del Eclesiastés de describir la materialidad. Es “como una sombra que pasa... un sueño que se desvanece...”. Una existencia miserable es vana y vacía, sin importar cuán bien uno esté en el sentido material.
Finalmente aparece la palabra “sol”, shemesh en el idioma bíblico. A lo largo de la Torá se la usa como metáfora de la vida física. Brinda luz y calor, haciendo que las cosas crezcan. Relacionando este vocabulario bajo la clave del Eclesiastés, se nos enseña que un “hombre” que transita sin sentido bajo el “sol”, es de una existencia “vana” y miserable.
Pero si ese “hombre” bajo ese “sol” es capaz de descubrir la dimensión espiritual e insuflar “aliento” de santidad a su vida transformándose en misericordioso, entonces su presencia es cualquier cosa menos miserable.
Durante el año moramos en una casa con un techo sobre nuestras cabezas. Éste nos aparta del cielo y del sol. Si vivimos encerrados y separados de la dimensión espiritual, nuestra vida será de vanidad. Pero en Sucot, nos sentamos bajo una estructura temporal que no tiene un verdadero techo que nos separe de lo Divino.
Somos criaturas enraizadas en la tierra, capaces de forjarnos en algo que llega hasta los cielos.
En la medida en que uno alimente la fe interior y la convierta en el sentido principal de su labor, la vida tendrá sustancia, significado, esperanza y felicidad.