Por: P. Guillermo Marcó
Ser peregrino define la situación existencial de un creyente. Porque salimos de Dios para retornar a él. Desde el día en que nacemos, la vida es un camino para alcanzar la meta del reencuentro definitivo con el Señor. Todo lo que nos va sucediendo en ese tránsito por este mundo podría decirse que tiene un “para que”, conlleva ciertamente un aprendizaje de fe.
Este introito viene a cuento de algunas ref lexiones que quiero compartir desde este espacio y que fueron madurando en mi interior a partir de los días pasados recientemente con un grupo de peregrinos de mi parroquia y de otras comunidades en Medio Oriente. Cuando era chico escuchaba historias de las tierras de mis ancestros, conocía de oídas los lugares y los pueblos desde donde –un día lejano- ellos decidieron partir
para afincarse en estas latitudes. Es claro que aquella determinación de venir -aunque tomada por otros hace muchos años- terminó influyendo en mi destino. Cuando uno lee los Evangelios se familiariza con muchos lugares geográficos. Belén, Nazareth, Cafarnaúm, el Mar de Galilea, el desierto, el Monte Tabor, el río Jordán,
Jerusalén son, sin duda, sitiosque uno reconoce casi como parte de la propia geografía cotidiana. La historia que en esos lugares se escribió tiene también un correlato con mi destino.
Todos esos sitios existen y se los puede ver, recorrer, tocar y oler. No en vano Tierra Santa fue declarada el “quinto evangelio”. Por eso, me sorprende que tantos cristianos visiten Roma y tan pocos vayan a la tierra de Jesús, que ayuda a conocer más al Maestro. A ver y estar en los lugares que fueron santificados por su presencia, a ver y estar en una geografía llena de información que enriquece la perspectiva de la fe. De hecho, despuésde que se peregrinó por Tierra Santa, la Biblia no se lee de la misma manera. En este nuevo paso, me maravilló como nunca aquella frase del Señor a la samaritana: “Créeme mujer, llega la hora en que ni en este monte, ni en Jerusalén se dará culto al Padre … los que den culto auténtico lo darán en espíritu y en verdad”. Los bienes espirituales los podemos compartir todos. Cuanto más quiero crecer en espiritualidad no le quito a otro su parte. Y, al dar, no pierdo. Cuanto más doy, más tengo. Con los bienes materiales pasa todo lo contrario: Cuanto más quieren lo mismo, más motivo de pelea y de disputa habrá. Lamentablemente este es el destino de algunos lugares de Tierra Santa. Y cuando la posesión se vuelve pelea, empujón o prepotencia,
el sitio pierde su sentido porque no aporta a la comunión, a ser casa de todos, lugar de paz, fuente donde abrevar el agua viva de Su presencia. Musulmanes, judíos, católicos, coptos, griegos ortodoxos tienen, a veces, actitudes de peleas por los lugares santos que nos hacen olvidar que nuestras posesiones son
pasajeras y lo definitivo está en el cielo. Así, Jerusalén no es ciudad de paz, sino de conf licto, donde los poderosos de la tierra hacen sentir su autoridad, quién manda a quién.
Sin embargo, también es posible contar allí con la mirada llena de esperanza, la oración sincera, el gesto cálido que nos recuerda que más allá de las diferencias, de los vestidos y las costumbres somos simples peregrinos tratando de alcanzar por distintos caminos al Dios único y trascendente. Rezo fervientemente para que crezca en nosotros la presencia de Dios, el respeto por el que es distinto, el perdón al que ofende o es violento. Para que sea nuestro interior la nueva Tierra Santa que el Señor quiera habitar.