Francisco salió de la Explanada de las Mezquitas en Jerusalén y fue hasta el Muro de los Lamentos. El jefe de la Iglesia Católica, vicario de Cristo en la tierra, enlazó así dos sitios de profundo valor emblemático para musulmanes y judíos en la ciudad que las tres religiones monoteístas consideran santa, un lugar de la tierra especialmente bendecido por Dios.
Pero no se trataba de un nexo geográfico, de pisar lugares en parte compartidos y en parte disputados, sino de enlazar corazones, almas, aspiraciones, recuerdos, respetando las diferencias que retrotraen a una larga historia. Y eso se plasmó en un fortísimo abrazo con dos amigos, el rabino Abraham Skorka y el dirigente musulmán Omar Abboud, estrechados los tres en una muestra de afecto que conmovió al mundo, que se vio una y otra vez por televisión.
Los tres hombres que se fundieron en un abrazo en Jerusalén son argentinos. Aquí coincidían en actos de oración, en charlas personales. Son buenos amigos. Se conocen y se quieren. Hablan de Dios, del mundo, de fútbol, de la cuestión social. Acá no llama la atención. En la Argentina, país abierto a muchas inmigraciones, no cuesta la convivencia interreligiosa. Se la vive con naturalidad. A veces nos ponen como ejemplo para el mundo en ese sentido.
En una misma cuadra pueden tener negocios árabes musulmanes y judíos de origen sefardita o askenazi. Conviven aquí armoniosamente, aunque en otras partes del mundo la relación no se dé o resulte tensa o problemática.
El abrazo llevó ese espíritu al corazón del convulsionado Medio Oriente, azotado por situaciones de lucha armada, de guerra declarada o latente. "Lo logramos", fue una frase que surgió en ese abrazo de tres amigos, tres personas de diferente entronque religioso, pero creyentes en Dios, Señor de la historia. Ese abrazo no se dio suelto, desgajado. Estuvo precedido de oración. Francisco, peregrino a Tierra Santa, la tierra de Jesús y de Pedro, su primer vicario, meditó en silencio con la mano apoyada en el Muro. Rezó e introdujo entre sus grietas un papelito con la oración del Padre nuestro. Como poniendo en las manos del Padre las grietas sociales, políticas, religiosas, culturales, las enemistades que dividen al mundo.