Por: María Montero
Hace cuatro años el prestigioso Colegio Wolfsohn, como muchas otras instituciones judías, estaba destinado a desaparecer. Con dos enormes edificios en el barrio
porteño de Belgrano y después de haber albergado a miles de alumnos, se había reducido a un centenar y el deterioro edilicio marcaba su final.
Ante la perspectiva de la inminente quiebra, las autoridades del colegio pidieron ayuda al rabino Tzvi Grumblatt, director de Jabad Lubavitch en Argentina. Según cuenta Esther Aidenbaum, directora del Jardín de Infantes, esto era un gran desafío porque el colegio era laico. “Muchos padres tenían prejuicios -explica- porque pensaban que iban a tener que someterse a un plan de conversión”.
El primer encuentro de las familias con Grumblatt fue crucialL. a idea era transmitir un judaísmo más sustancioso, el a las fuentes y a la Torá pero respetando las formas de vivir la religión de cada familia. “El 95% aceptaron la propuesta y en estos cuatro años la población se quintuplicó”, dijo Aidenbaum. Para Judith Orbach, coordinadora del área judaica del Jardín, la clave está, por un lado, en la búsqueda de valores de las familias y por el otro, en la perspectiva jasídica del colegio: “Resaltar los logros sin lamentarse por lo que no se puede, crea expectativa, entusiasmo y hace que se pueda construir una vida mejor”.
La transmisión de la espiritualidad se hace a través de vivencias artísticas y lúdicas para que cada rito, fiesta u oración tenga un sentido actual.
La apertura y el respeto por cada persona se ven reflejados en una población heterogénea desde lo social, económico, la observancia religiosa y la constitución familiar.
“Hay gente de muchos recursos, niños que viven en hogares o hijos de madres solteras -puntualiza Aidenbaum-, pero todos tienen el mismo derecho a recibir una educación de calidad, que les permita desplegar todas sus riquezas humanas”.