Por: P. Guillermo Marcó
Se acerca la celebración de la Navidad. Cada año que pasa crece el conflicto entre el contexto exterior y mi interior. Me acuerdo de mis navidades cuando era chico, y del ambiente que se respiraba en la sociedad, más allá de que la gente fuese más o menos religiosa. Había un clima de preparación de fiesta, de alegría y de deseos de paz y fraternidad expresados en tarjetas y llamados, saludos personales y encuentros varios.
Ahora, en cambio, pareciera que diciembre se ha vuelto un mes donde los maltratos, el miedo al saqueo, el vandalismo, ponen de manifiesto nuestros malos deseos en vez de los buenos. Algunas imágenes televisivas de los últimos días me remitían a aquellas películas de vaqueros y de indios de mi infancia, en las que la gente se “acuartelaba” en el rancho para guarecerse y disparar contra el malón que se acercaba.
En un estado de derecho, los ciudadanos son los que están desarmados y la policía, la que está armada. Eso es lo que corresponde. Pero si el Estado nos deja indefensos, ¿es legítimo que los ciudadanos nos armemos para defendernos? ¿Es legítima la anarquía del “todos contra todos”? Cuando se acercaba el nacimiento de Jesús, María y José –padres primerizos- solo querían vivir el alumbramiento en paz. Sin embargo, la decisión de un gobernante lejano -el emperador César Augusto- de hacer un censo que obligaba a inscribirse en el lugar de origen los empuja al caos de los caminos inseguros, lejos del hogar, para ir de Nazaret de Galilea a la ciudad de José: Belén de Judea. No había manera de anunciar su llegada, ni de pedir a alguien que les preparara un lugar. Solo viajaban con pocas cosas y con su esperanza puesta en Dios.
Al llegar, las puertas se cerraron. Aunque el evangelio no lo diga, lo normal es que hayan acudido primero a la casa de los parientes, pero allí no había lugar … José terminó recurriendo a una posada, pero tampoco había lugar. La hora del nacimiento se acercaba y Dios guardaba silencio. Que difícil habrá sido para José entender la providencia divina: “¿Justo en esta noche tenemos que estar fuera de casa? Si es tu hijo el que va a nacer, ¡danos un lugar digno para que sea posible! Silencio de Dios en la noche fría de diciembre ... hasta que aparece un lugar ... ¡un pesebre de animales! ... ¿ Será esto lo que quiere Dios?
Me pregunto: ¿En qué momento nosotros hicimos lo que hicimos para deformar tanto esta fiesta? ¿Cuál fue la parte que no entendimos? Dios viene al mundo temblando de frío, casi a la intemperie, porque no hay palacio capaz de contenerlo. Nace sin puerta, sin nada. ¿Cómo transformamos ese acontecimiento en la fiesta del consumo desenfrenado? Y como en Navidad tengo que tener de todo, mucha comida y regalos, si no los tengo, los robo ... Este consumismo se nos coló en el alma. Y es más incoherente que la señorita pechugona del calendario vestida de Papá Noel. El mensaje de la Navidad es que se puede prescindir de todo en la vida, menos del amor. El mensaje de la Argentina es: Dame lo que quiero porque si no me lo das te lo robo o te mato. Es como si blancos y negros honraran a Mandela en su funeral enfrentándose a los tiros. El niño que nació en Navidad trajo un mensaje que sus depositarios debemos concretarlo, sino ¡no sirvió su venida! Como no sirve sacarse una foto con Francisco, sino practicar su mensaje.
En Concordia (ahora debería llamarse “Discordia”), en medio del caos y del miedo, el obispo casi les exigió a las autoridades y a la policía que se sentaran a dialogar y llegar a un acuerdo. Un grupo de jóvenes se puso a orar frente a la catedral. Al día siguiente de los saqueos, ese mismo grupo de jóvenes se fue a ofrecer a los comercios para ayudar a limpiar y a ordenar los destrozos para que la vida pudiese continuar. Ellos sí entendieron el mensaje de la Navidad. Si todavía no lo entendiste. ¡Estas a tiempo de hacerlo!